A veces es mejor que todo estalle para que caigan las caretas, incluida la propia. Que baje la marea hasta comprobar quién lleva aletas y quien nada “a pelo”. Da mucho miedo pensar en un cataclismo que ponga manga por hombro todo. Por eso dedicamos tanto tiempo y energía a mantener un equilibrio inestable, infeliz, imposible, falso, pero conveniente. Y ahí colaboran todas las cabezas y voluntades. Las buenas intenciones y las más mezquinas, ambas por razones completamente diferentes. Lo terrible es que a menudo hay buena gente que se empeña en mantener esa mentira “por amor”. Y es un espejismo. No hay amor en el disimulo y la mentira, por más que haya buenas intenciones. (Y sé que aquí habrá muchas voces discrepantes, pero es mi punto de vista).
Otras veces es la propia vida la que te destroza el castillo de naipes y te obliga a recomenzar desde cero. Y aprendes a mejorar. Y aprendes que la imperfección conduce a la mejora y la perfección te limita el aprendizaje.
Sobre todo duele ver esa destrucción creativa en las personas que más quieres y tener que ser testigo, abrazando, apenas diciendo alguna palabra que reconforte, que muestre luz. Ver a quien tú más quieres caminar por el sendero de fuego y clavos que has recorrido cien veces, siempre con dolor, cuesta mucho. Pero hay que estar.
Yo doy gracias por tantas oportunidades para aprender, y las que me quedan. Y en ese sentido, agradezco también el dolor, la desesperación, las heridas y las cicatrices.
Muy bueno y muy bonito a pesar de todo
La pandemia fue un cataclismo de esos. Cayeron las caretas pero no sirve de mucho, porque esos que creen que son buenos en esencia no se dan cuenta de que se convierten en monstruitos cuando el miedo le pianta la razón. Pasado el cataclismo volvemos, al menos en mi barrio, a “un mundo feliz”.