Esta mañana he publicado el siguiente tuit: “Las dos preguntas que más me martillean en los dos últimos meses: qué hago aquí, para qué sirve esto. Demoledoras.” La mitad de la gente ha pensado que “aquí” se refería a Twitter. La otra mitad se ha preocupado. No me refería a Twitter. Y nada más lejos de mi intención preocupar. Es un efecto secundario de mi año en la burbuja. He aprendido lo importante que es no derrochar energía en temas que no van a ningún lado, en conversaciones intrascendentes, exceso de networking estéril, en lecturas que me aburren y demás.
Soy consciente de que una de mis “taras” es que no sé diferenciar entre el cansancio y la desidia. Así que mi falta de ganas de comer, hablar, caminar, relacionarme, no sé si se deben a la fatiga, a la anemia y falta de vitaminas o a la pereza. A pesar de todo ello, como buena contrafóbica que soy, no paro de esforzarme y quedar. Así que, como era de esperar, acabo agotada y preguntándome “¿qué hago aquí?, sea ese “aquí” la casa de mi madre, un bar, el metro o el mundo, en general.
Ayer fue el 30 aniversario de la muerte de mi suegro (me divorcié años después, así que seguirá siendo mi suegro para siempre). Un personaje único, polemista, muy famoso en su momento, y que hoy nadie sabe quién es. La relevancia social es una mala compañera: se va con cualquiera. Y el líder de la comunidad, si no está jaleando, avivando el fuego, pasa a la casilla del pretérito más deprisa de lo que uno querría. Mi pregunta “¿qué hago aquí?” tiene el sentido de plantear cuál es la misión, mi misión, ahora que todo apunta que estoy en el lado positivo de la estadística y el cáncer, o al menos éste cáncer, el que ya no tengo, no me va a llevar por delante. Forma parte de esas reflexiones “carga de profundidad” que me siempre me hago y que no tienen respuesta fácil. Al final, la clave es la diferencia entre “hacer” y “ser”. No soy lo que hago. Estoy y soy. Y ya está.