Cada año electoral expreso mi intención de no votar. Nunca lo he hecho en elecciones generales. He votado dos veces en las autonómicas, a Ayuso. La primera, porque el vicepresidente de la nación se bajó de su cargo (que nos había costado a los españoles la repetición de unas elecciones) y no le quería presidiendo mi comunidad, a pesar de que Ayuso me producía flojera. La segunda, porque no quería que Monasterio, que me produce más flojera que Ayuso, siguiera boicoteando la gestión económica, que a mí me parecía acertada, para tocar pelo. Y ya. No creo que vuelva a acercarme a las urnas.
Cada año, recibo todo tipo de consejos no solicitados, a veces insultos, y normalmente acusaciones de incumplir con mi deber cívico. Tengo que decir que no estoy especialmente dotada por la naturaleza para cumplir deberes en los que no creo. Y estoy convencida de que el voto en esta democracia es una trampa. En ÉSTA. No solamente eso, sino que acercarse a votar me parece contrario a mi moral.
No. No pienso que quienes votan son todos una panda de inmorales que merecen la hoguera. Ni pienso que soy de lo bueno, lo mejor, y de lo mejor, lo superior. Simplemente me sentiría defraudada conmigo misma si me acercara a votar por quien sea en las generales.
¿Hay contradicción en las dos ideas? Completamente: soy contradictoria. Y me crea mucha incomodidad. Mi percepción de las votaciones autonómicas es muy diferente de las generales. Voté con la nariz tapada y sin mirar al ayuntamiento. Sabiendo que Ayuso, que se ha salido del carril del partido mil veces, que se ha enfrentado al candidato a presidente y le ha tumbado, y tiene su equipo-búnker (o tenía) como república independiente, fuera del radar de Génova, me iba a romper el corazón en el minuto uno. Vote a Ayuso convencida de que no es del PP, aunque en el PP no lo sepan, y por su gestión económica, exclusivamente.
Con estas dos excepciones en mi vida, y reconociendo mi contradicción interna, las razones para no votar son claras. Todos reconocemos que los programas electorales son papel mojado. Todos reconocemos que ni siquiera marcan una tendencia, porque luego “Europa”, las “circunstancias excepcionales” o el chachachá, les pueden llevar a hacer lo opuesto a lo que dicen. Quienes piensen que el PP siempre quiere bajar impuestos, no recuerdan a Montoro. Por sacar un ejemplo pepero. Ojo, el presidente actual ha instaurado la mentira narcisista como nueva forma de gobierno. Todos mienten.
Todos detestamos votar una lista en la que hay tres que te convencen, diez que no conoces y tres que son auténticos bandoleros. Pero no votas a la persona, votas al programa, y votas al partido. Todos sabemos que estamos en un sistema en el que se multa al diputado que, en el Parlamento, actúa según su conciencia.
De acuerdo. Pero, ahora que lo sabemos ¿vamos a seguir votándoles? ¿Es mi deber cívico entregar mis bendiciones a quien sé que me va a poner los cuernos con otra, pactando estratégicamente, no por el bien de España, sino de su partido? ¿De verdad nos creemos que el bien de España pasa por mantener un partido político en el poder? Porque si es así, entiendo que los partidos políticos, “por el bien de España”, se erijan como salvapatrias, pongan al frente al que tenga mejor marketing, mientan porque hay una causa mayor que lo justifica, y se afanen en prometer lo que sea. Desaparece el Estado, y las instituciones son okupadas por servidores de un partido, que gestionan el dinero de los españoles para beneficiar al partido. Pero todo “por el bien de España”.
¿Y qué tengo que votar por deber cívico? ¿Al que disimule más? ¿Al que disimule menos? ¿Tengo que votar para tener derecho a quejarme de lo que sabía que iban a hacer?
Y entonces viene la mega pregunta. Recuerdo la escena de la película Dumbo, en la que dos cuervos, uno andaluz y otro argentino, mantienen esta conversación:
-”¿Y qué vamos a hacer?”
-”No sé. ¿Vos qué querés hacer?”
-”No sé. ¿Qué vamos a hacer?”
Y así siguen paralizados pensando sin resolver.
Cuando me preguntan qué se puede hacer, siempre respondo que se trata de exigir a los políticos. Pero ¿cómo? No contamos con los periodistas, en general. Las redes sociales también están polarizadas y los sesgos y los prejuicios crecen allí como champiñones, al calor de las vacas esféricas y los test de Rorschach. Si es obligatorio votar, dando el visto bueno a sus atropellos, ¿cómo vamos a exigir? Y si no votamos ¿cómo vamos a soportar la frustración de no hacer nada mientras abusan de nosotros?
Yo creo que el silencio es una forma de expresión, a veces más potente que la palabra, y que siempre gana a la palabrería. Creo que la ausencia y la presencia constituyen una declaración de intenciones sutil, pero clara. Y también soy consciente que las sutilezas se le escapan a quienes necesitan neones y para quienes el postureo es una buena razón para desenvolverse en el mundo.
¿Cómo hacemos para exigir a los políticos?
No tengo respuestas. Creo en la sociedad civil. Sería fantástico disponer de un espacio de diálogo y análisis en el que personas que defienden diferentes posturas ideológicas se centraran en defender la transparencia y el Estado de derecho, sin sesgos partidistas. Personas comunes. Sociedad civil. Un entorno libre en el que se plantearan preguntas y se propusieran respuestas. Crear opinión, mover la aguja un milímetro.
Sí, además de contradictoria, soy idealista.