En tiempos como los que vivimos, de aceleración tecnológica, muchos se sitúan con rapidez frente a los avances tecnológicos en uno de dos extremos: el entusiasmo sin fisuras o el rechazo visceral. Es tentador elegir entre creer que la tecnología nos salvará o pensar que nos destruirá. Ambos extremos ofrecen una sensación de certeza reconfortante. Pero la historia y la vida rara vez funcionan así. Y esa pretendida certidumbre habla más de la necesidad de agarrarse a un clavo que de otra cosa.
Yo no me reconozco en esas dicotomías. Me cuesta identificarme como tecnooptimista, porque no creo que el progreso técnico tenga una dirección intrínsecamente buena. Tampoco soy tecnopesimista: no comparto la idea de que toda innovación sea una amenaza a nuestra humanidad.
Me siento más cómoda en una postura intermedia, que he aprendido a nombrar gracias a una conversación reciente: el tecnoposibilismo.
No es una ideología, ni un manifiesto, ni un club. Es una forma de estar: creer que la tecnología amplía el espacio de lo posible, pero que no determina hacia dónde vamos. El rumbo sigue dependiendo de nosotros: de nuestros valores, decisiones, marcos institucionales y voluntad política. Y eso es muy incómodo. Nos obliga a mirarnos en el espejo como sociedad y preguntarnos cómo hemos llegado hasta aquí y si era donde queríamos llegar, a agarrar la brújula y plantearnos hacia dónde queremos dirigirnos. En resumidas cuentas: nos obliga a ser responsables, lejos del determinismo de los extremos.
Hay una narrativa persistente que presenta la historia de la tecnología como una línea ascendente. Como si todo avance técnico nos llevara inevitablemente a un estadio superior de bienestar. No lo creo. La evolución no es lineal, es contingente. A veces avanzamos, otras veces nos desviamos. Y, muy a menudo, solo entendemos el camino a posteriori. Por eso los historiadores económicos podemos explicar la Revolución Industrial o la crisis del 29 como una película. Sin embargo, sería mucho más útil para comprender la naturaleza de los fenómenos económicos, y humanos, en general, contemplar estos hechos desde un punto de vista sistémico, complejo.
El progreso técnico no es un tren sobre raíles. Es un sendero incierto, hecho de bifurcaciones, retrocesos y decisiones humanas. Por eso, lo que más me interesa no es la velocidad, sino la dirección.
Mi amigo Javier González Recuenco siempre habla en sus charlas de un “santuario humano”: ese ámbito de lo humano que la IA nunca podrá replicar. Algunos lo entienden como la capacidad de idear, o de sentir. Yo tiendo a pensarlo como el lugar donde el conocimiento no se puede codificar ni externalizar sin perder su esencia. Y aquí encuentro un puente con el pensamiento de Hayek, cuando defendía que el conocimiento más relevante en una sociedad está disperso, es tácito, situado y muchas veces no articulable. Eso que un algoritmo no puede ver, pero que un buen médico, una maestra sensible o un líder prudente sí perciben. Ese saber no se automatiza. No por nostalgia, sino porque está hecho de cuerpo, contexto, historia y afecto. Y no creo que un algoritmo pueda tener todo eso a la vez.
No creo que el futuro esté escrito. Tampoco creo que debamos resignarnos a un papel pasivo frente a la tecnología. Podemos imaginar futuros mejores, pero no ocurrirán solos. Requieren agencia, deliberación, diseño y sentido ético.
¿Por qué escribo esto? Para decir: yo estoy aquí. En un lugar incómodo pero fértil. Reivindicando la imaginación crítica sin caer en el cinismo. Sosteniendo una visión del progreso que no teme a la tecnología, pero tampoco se entrega a ella sin condiciones. Apostando por un futuro en el que humanos e inteligencias artificiales podamos trabajar juntos… sin olvidar qué nos hace verdaderamente humanos.
Es más... si la IA llegara a tener sus propios fines, su propia voluntad, sería eso, su voluntad. Y podría alinearse o diferir de la nuestra. Pero no eliminaría nuestra voluntad (salvo que entremos en debates sobre determinismo que creo que no aportan)
Yo creo que lo que nos hace humanos es la capacidad de querer. La voluntad, que diría Schopenhauer.
No solo nos hace humanos. Nos hace individuos. Personas. Y por eso cada uno de nosotros somos valiosos. Porque tenemos (y somos, por tanto) un fin.
Y es justo el fin lo que la IA no puede darnos. Nos proporcionará medios. Y nos sugerirá fines. Pero, al final, lo que queremos, a donde queremos ir, solo puede salir de cada uno.
Y eso no es sustituible ni delegable.