Ya estamos a mitad del mes de abril. Queda un mes y poco para las elecciones regionales y el ambiente está lo suficientemente enrarecido como para que una, que es carne de soledad necesitada y recibida con alivio, quiera con todas mis fuerzas retirarme a un monasterio trapense (y así tampoco me habla nadie) durante unos meses.
Sin embargo, esta semana, en medio de dos actos sociales en plena urbe, he tenido la misma sensación que se tiene cuando se está disfrutando de lecturas místicas (de esas que te elevan por dentro y te hacen feliz) bajo un roble, en un monasterio cisterciense de la provincia de Burgos. En ambos casos, se trataba de la presentación de un libro. El miércoles: La Realidad no existe, de Jaime Rodríguez de Santiago. El jueves: En busca del tiempo que vivimos, de Gregorio Luri. Siendo tan diferentes entre ellos, y tan diferentes a mí, me he reconocido en muchas cosas con cada uno de ellos. Por supuesto, les pedí que me firmaran el libro.
Podrían haber escrito como dedicatoria un escueto “Con cariño”, como es la costumbre de Carlos Rodríguez Braun. Pero no, han sido muy generosos conmigo. Los dos me han dedicado unas palabras que me han sobrepasado, hasta que he leído la turra de hoy de Javier G. Recuenco sobre el síndrome del impostor (relacionada también con conversaciones con él) y he pensado dos cosas. La primera, como dijo el gran filósofo José Manuel Soto,“Mujer, déjate querer”. Y la segunda, “Igual te ven así”. Luego he pensado más, a fuego lento.
La mirada del otro es algo que no controlamos. Solamente controlamos la mirada que creemos que merecemos del otro. Y, a menudo, la confundimos con la mirada que creemos que el otro tiene de nosotros. Son dos cosas diferentes. Tanto si crees que mereces una mirada de admiración como si crees que mereces una mirada de reprobación, las razones pueden ser varias. Por ejemplo, careces de autoestima y no lo sabes. Entonces, tu inconsciente compensa esa falta creándote unas expectativas sobredimensionadas sobre tu valía. Te crees un dios del Olimpo y apareces en la sociedad como el típico sobrado sin motivos. De estos gilipollas está el mundo lleno. También está el que no ha sido consciente de sus capacidades durante mucho tiempo y, de repente, sale del armario y decide ir pisando fuerte. Yo respeto al sobrado siempre que haya sobradas razones. Lo malo son los que le rodean. Parece que creen que, si tocan furtivamente el borde de su manto, van a ser imbuidos de una gota de sus dones. Spoiler: no funciona.
En el otro extremo, está quien cree que no merece reconocimiento. Otra persona sin autoestima. Te han machacado, sea de manera obscena, sea de manera sutil, a menudo por los gilipollas del párrafo anterior, o por creencias tipo “Todo me lo debes a mí, o a la suerte, o al designio divino, pero en realidad tú eres un piojo”. Entonces, no te cabe en la cabeza que la mirada del otro sea una mirada de reconocimiento y te inventas todo tipo de movidas como “Es una dedicatoria estándar” o “Tenía prisa y ha puesto lo primero que se le ha ocurrido”. Refuerzas tu falta de autoestima, la creencia de que no eres merecedora de la mirada real. Así que la hackeas. Consejo: sal de ahí. Lo mereces.
Es muy importante reconocer tus sombras sin derrotismo. Y, tan importante como eso es reconocer tus luces sin ensoberbecerse. La consciencia de quién eres suspendiendo el juicio al respecto es, para mí, un camino vital de formación continua.