Después del consejo de Marisa, al salir del médico me fui a La Nave y llegué a la charla de Sandra Hernández, una joven de 26 años que se dedica a testear “cositas” en la NASA, desde los 22. Llegué a la de Sergio Rodríguez, otro que “hace cositas” en el equipo Alpine F1. Escuché a Antonio Alcaide cómo transformar una fábrica de mantecados estepeños en una empresa competitiva a la vanguardia. Me acordé de Xabi de la Maza, que siempre me recuerda que, dentro de la jornada laboral, él deja que su gente “juegue” e investigue qué cosas nuevas y divertidas se pueden hacer. Un diez. Pues lo mismo, y por la misma razón: sobrevivir y vivir.
Escuché cómo Débora Franco lleva a cabo la digitalización de viñedos y la detección mediante el diseño de un algoritmo de un modelito que predice el comportamiento de algunas enfermedades, por supuesto, personalizado para cada viñedo.
Me perdí a Chema Alonso, a Pablo Santos, a Isabel Gárate, Pau García-Milà y a unos cuantos más. Pero las charlas en las que estuve fueron espectaculares. Disparan a tu cabeza de economista y te hacen pensar, asociar, descubrir y te llenas de admiración hacia esas personas anónimas, que no salen en la tele, y que hacen cosas extraordinarias.
Pero lo que me perdí, sobre todo, fue la fiesta, según me dijeron, antológica, y que esperaré al año que viene para hablar de ella. Eso sí, a diferencia de otros eventos, después de las charlas y antes de las fiestas, David Bonilla explicó de dónde sacaron cada euro y en qué se había gastado cada euro. Transparencia total. Es una tradición. Como ponerse el mono de aviador y cantar “I’m a creep”, la clásica, o “Miña terra galega”, el himno.
Al salir de la segunda charla, alguien me dijo, “Pues dile a David que te pase la del inventor del Frigopié”. La niña que llevo dentro, que tantos Frigopiés se ha zampado, daba saltos, emocionada. No he visto esa charla aún.
Además de la calidad, hay que destacar el detalle. Hay una banda que toca cortinillas en directo, entre una charla y otra, y ameniza los intervalos vacíos. También hay una “dance camera” que enfoca a gente random del público para que te eches unas risas. Las entradas y salidas (de casi mil personas) perfectamente organizadas. La duración de las charlas perfecta, las preguntas del auditorio, las justas y necesarias. Javier Alonso, un dibujante fantástico, sobre la marcha, hace sketchnoting de cada charla y aparece en la pantalla en un cuadradito por si te quieres entretener mientras escuchas. Todos los ponentes estaban en el café y podías acercarte, preguntarles, y lo que hiciera falta. Me tocó abordar a Sergio, al que pido perdón desde aquí, a sabiendas de que no me va a leer, para hacer un favor a un amigo, de cuyo nombre no quiero acordarme.
Los “entreactos”, los tiempos para comer (¡el pulpo!), las conversaciones, y sobretodo, las ganas de encontrarse de todo el mundo, no tiene comparación.
Todo era una fiesta. Todo era un encuentro.
Yo, que nadie me cree pero juro que soy tímida e introvertida, sufrí una inmersión profunda: me paseé con la capa verde de Airzone (misión cumplida, Olga), cacé patitos en SNGULAR, hablé con todo el que se puso por delante, conocidos o no, y aprendí de todos y cada uno de ellos, a quienes espero seguir viendo.
Llegué tarde por el médico y me tuve que ir pronto porque tenía una grabación, y porque aún no estoy al 100% de energía. Estaba muy cansada.
Pero de ese día saco varios compromisos serios: escribir a Antonio Alcaide para hablarle de la alimentación en procesos oncológicos y ver si le puede inspirar algo, buscarle piso a Guiomar, convocar a una comida a David y alguno más para hablar de necesidades de negocio…
Y volver el año que viene.
Al día siguiente tenía que subir al escenario (por culpa de Álvaro y MoneyLand) y era el día de las familias.
“Mañana, mejor sin capa”, pensé. Y me conecté a la charla con Ché y Manu pensando que no, las entradas no son tan caras, comparado con lo que te llevas.