A lo mejor, en una realidad paralela, yo estaría viviendo en Pamplona y pasando las vacaciones a los pies del Visaurín. Pero en esta realidad, la única que conozco, la única en la que tengo algo de margen de maniobra, no es así. Esta semana estoy de duelo por un amigo: el enlace entre esa realidad que no fue y yo.
Los duelos son difíciles para quienes tenemos la desgracia de no saber expresar pena. Se te caen tres lágrimas entre dos suspiros porque el alma se te ha revuelto como si estuvieran retorciendo una toalla mojada para sacarle al agua de dentro. Lloras porque el dolor te exprime como a un limón. Y luego vuelves a disociarte y a contar las cosas como quien da los titulares. Como un robot impertérrito con los ojos aguados. Y el vacío te come por dentro.
Mi duelo es por la muerte de un titán. Con aspecto de titán. Alma de titán. Y corazón de niño.
Cuando me enteré de que tenía cáncer, mentí. Le mentí a sus sobrinos, que me dejó en herencia. A mis hijos. Y, sobre todo, a él. Tuve ese pálpito irracional de que se iba a ir, más pronto que tarde. Pero no lo dije. Le animé a luchar. Y lo luchó, como buen titán que era. El señor del castillo, le llamaba mi compañera de despacho. Tenía un castillo. La historia del castillo es para contarla en otro momento. Es la historia de muchos niños, algunos ya de edad adulta, pero niños aún, jugando en un fabuloso castillo junto con Genaro y Geroncio, sus guardianes y María Santaengraciera, la vecina.
Esta mañana he estado a punto de agarrar un tren, un avión, un Blablacar o lo que fuera, para darle un último adiós. No lo he hecho. No soy capaz de dar esos adioses gestionados tan horriblemente por nuestra sociedad. Ni siquiera sabiendo que podría abrazar a los sobrinos heredados. Ni siquiera por eso. Iré a verles y le recordaremos. Porque ¡hay tanto que recordar! ¡Tanto aprendizaje que me llevo, y que nos llevamos todos! ¡Tanto afecto!
El señor del castillo establecía vínculos perpetuos con la gente que quería. Y, de alguna manera, quienes estábamos a su alrededor buscábamos su mirada y reconocimiento. Pero no como quien busca las bendiciones de un padre, o de una pareja, o de un adulto. Sino como quien mira al cabecilla de la pandilla, el que propone mejores travesuras, el que no te deja caer, el que lidera porque te deja ser. Todos buscamos la mirada cómplice. Una mirada tan necesaria como poco ensalzada.
Los nubarrones que nos separaron se esfumaron en la boda de su ahijada, sobrina favorita y, por suerte para mí, amiga del alma. Tuve la suerte de que nos sentaran juntos y poder comprobar así lo fuerte y vivo que era ese vínculo, más allá de la cotidianeidad de las circunstancias mundanas: el trabajo, la distancia, “sus cosas”, las mías… Un lujo que me ayudó a cerrar heridas y seguro que a él también. Así que hoy solamente veo su sonrisa, su banda sonora (porque tenía un gusto musical que poca gente tiene) y sus ojos que brillaban cuando reía.
Su sobrina, mi amiga, cree que quienes formamos parte de esa red de vínculos de cariño, somos ahora, un solo corazón con él. Pues, ojalá.